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Quizás en el soñar esté la raíz de todo. El citado Magris de Samos. Al  n, fue a ella adonde fue a caer,  nalizando 

dice, a mi juicio con lúcida exactitud, que “la utopía da su utópico vuelo, Ícaro —de él le viene el nombre—, el 
sentido a la vida porque exige, contra toda verosimilitud, 
hijo de Dédalo. No es ajeno el lugar a los sueños y a las 
que la vida tenga un sentido”. Aunque añade que la uto- di cultades de llevarlos a la realidad. Allí, los seguidores 

pía acaba por ser peligrosa si trata de violentar la realidad, de un socialista francés, Etiênne Cabot, crearon el movi- 
confundiendo sueño con realidad o imponiéndola, no im- 
miento icariano, que expandieron luego en varias comu- 
porta cómo, a los otros. Pero este es un problema distinto, nas fundadas en los Estados Unidos, que fueron pronto 

de “praxis” subsiguiente. Nunca es buena la imposición.
desapareciendo una a una. Cabot, en la primera mitad del 
Las grandes utopías son cosa de siempre. No comen- 
citado siglo XIX, había escrito una excelente Historia de la 
zaron con el famoso libro de Tomás Moro ni cesaron con Revolución Francesa, antes de dar a luz su Viaje a Icaria, que 

él. Recordemos La República de Platón; recordemos tam- desarrolla sus ideas. Hoy en la isla no queda rastro de to- 
bién La ciudad de Dios, de San Agustín, tan diferentes en- do aquello. Hasta el punto de que Lawrence Durrell, en su 

tre sí; pero es que las utopías no tienen por qué ser iguales estupendo libro Las islas griegas, que hace años ya leí con 

ni perseguir los mismos  nes concretos ni corresponden a tanto agrado, habla de la “ingrata y abrupta Icaria”, entre 
un mismo tiempo, con sus circunstancias y planteamien- tantas otras tan hermosas y llenas hoy de vida. Y añade: 

tos semejantes.
“Escribir más sobre Icaria sería como intentar escribir el 

Sí, aparece en varias el rechazo de la propiedad, como Padrenuestro en un penique”. En esto de escrituras minia- 
compendio de males. Y sí, lo hace también la aversión al turas otros empeños más arduos se han logrado. A no ser 

dinero: el oro no tiene para muchos utopistas ningún va- que Durrell se re era al aspecto ideológico de la pérdida 

lor.Poreso,encontradelasutopíasseagrupansiemprey d“etiempo.
seguirán haciéndolo los adoradores del oro, de la riqueza, 

de eso tan nefasto que se enmascara tras el concepto de la “
Las grandes utopías son cosa de 
rentabilidad. Pero también hay cosas que ahora, pese a toda 
la degradación que abunda, no admitimos, como la escla- siempre. No comenzaron con el famoso libro 

vitud o la pena de muerte, al menos en términos generales de Tomás Moro ni cesaron con él.

de aceptación. Y aunque hoy gobierne el mundo aquella 
locura especí ca que lo hacía, a menudo para mal, a la cual 

elogiaba Erasmo, otro utópico de peso. Y tampoco creo que Es curioso que los dos primeros libros con que co- 

hoy pueda entusiasmarnos aquella Ciudad del Sol de Cam- mencé, a mis ocho años, a formar biblioteca fueron los 
panella, contemporáneo de Tomas Moro y que propugnaba dos primeros viajes de Gulliver, en sendos volúmenes 

un Estado teocrático universal, en el cual la Iglesia católica, ilustrados de la Editorial Sopena, que un tío mío me rega- 

con el Papa al frente, habría de dominar todos los órdenes ló con tal  nalidad de estreno: Viaje al país de los enanos y 
de la vida. Cuyo plano era muy hermoso, la verdad, con sus Viaje al país de los gigantes. Es decir, a Liliput y Blefuscu, en 

siete murallas en torno al templo del sol.
el primero, con Gulliver convertido en Quinbus Flestrin, 

Tantas utopías y tantos lugares donde las fueron el Hombre Montaña, y, en el segundo, a Brobdingnag. 
situando sus creadores. Porque lo eran asimismo aque- Años después —guerra civil en medio— leería también 

llas Ciudades invisibles que Italo Calvino pone en labios
los siguientes viajes: a Laputa, Balbibarbi, Lugguagg y 

de Marco Polo al irlas describiendo éste para halagar los otros sitios que tampoco existían, además de aquel fabu- 
oídos de su regio an trión, el Kublai Kan. Un montón de loso país de los Houyhnhnms, habitados por caballos. 

ellas, recorridas en sus famosos viajes: Dorotea, Kublai, Todos ellos le sirvieron a Jonathan Swift para su crítica 

Anastasia, Tamara, Zara, Despina, Zirma, Maurilia, Fe- feroz de la vida de su Inglaterra y para urdir nuevas for- 
dora, Zoe; muchas otras, todas retenidas en la memoria mas de colectividad más justa. Claro que a mí entonces 

del veneciano zascandil. Aquellas semi-invenciones de me bastaba con la atracción del viaje y de la aventura en sí 

Marco Polo describiendo al Kublai Kan tenían, al  n, una para despertar mi entusiasmo.
copiosa tradición literaria. Kublai Kan sorbía los detalles Se ve, por tanto, que lo utópico y yo nos llevamos 

descritos por el urdidor viajero, indudablemente con agra- bien desde el principio. Acaso los tres años de guerra ci- 

do, aunque en determinado momento llegara a objetarle, vil —que tal fue y desmedida y cruel, pese a que mucho 
se desprende que algo escamado, “¿por qué te solazas en tiempo más tarde, aún no la podíamos llamar así— me 

fábulas consoladoras?”, presintiendo que muchos de los predispusieron a ello. No olvidemos,  nalmente, que

relatos de lugares y de circunstancias eran, en de nitiva, no son las utopías las que fracasan: somos nosotros lo 
meros consuelos.
que fracasamos, as xiados por los diversos poderes que 

En la copiosa Historia de los lugares utópicos, des- siempre acaban impidiendo su triunfo, parcial al menos. 

cuella por su singularidad y por su cercanía en el tiempo, Pero hay que seguir el camino que nos marcan los her- 
ya que corresponde al siglo XIX, el movimiento surgido mosos sueños; más, cuanto mayor sea la distancia que 

en la isla griega de Icaria en el Ejeo del Norte, próxima a la
nos separe de ellos.


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