El óbolo de aleación

 Discurrir por la geografía urbana conlleva  un ejercicio de reflexión permanente, pues nos vemos rodeados de circunstancias que son universos en sí mismas y cuya fuerza de gravedad nos atrapa. La calle es un orbe caótico en el que hemos aprendido a desenvolvernos. O quizá no.   Quizá pasamos por ella de puntillas sin querer mirar más que a las mierdas de perro que acechan nuestros pasos,  mudos, sordos y ciegos, incluso ante los verdes que aún festonean los jardines. Ciegos ante realidades que agreden  sentimientos aunque nos demos de bruces contra ellas.
   La ciudad es el escaparate, la polis de la nueva civilización, donde conviven castas como en la vieja Grecia. Todo es posible en ella, -pasen y vean-  ciudadanos de primera, de segunda, de tercera,  sin papeles, con ellos, censados, sin censo y sin derechos, apartados a un lado, desechos de tienta, periféricos sin brújula. Habitantes, máquinas, polución, virus desbocados. Es lo que toca, desde siempre, y sin embargo es nuestra vida. La que queremos. La que tememos. La que nos ha impuesto la evolución con vocación de paradoja.
    De un tiempo a esta parte, desde que la crisis se  ahonda  más en la herida, mi ciudad presenta una nueva y cruel modalidad de mobiliario urbano. Permítanme el sarcasmo puesto que hablo de congéneres y no de marquesinas vendidas al oro de Paris, ni de bancos de diseño poco práctico o de paradas de tranvía con losas de granito. Hablo de los nuevos mendigos y no puedo evitar un estremecimiento porque ninguno estamos a salvo – bueno, algunos sí-  Conforme hemos ido envejeciendo podemos recordar a los conspicuos sin techo que formaban parte del paisaje, a esos que invitabas a un vino si no lo traían malo en sangre; a esos que  deseaban buenos días a la puerta de las mejores iglesias, como una pieza más del pórtico; a esos que querían vivir sin tener que dar las gracias. Después vinieron los que te abrían las puertas de los “super” con la amabilidad de un portero de plantilla; más tarde las cuadrillas organizadas que distribuían a sus mujeres y niños en las esquinas de cualquier calle; a la vez, apareció otra forma delicada de pedir ayuda a cambio de un acorde de músico de conservatorio; los sempiternos tullidos de muñón encallecido de las puertas de los mercadillos. Orbe de pícaros y de tramas de alquiler del sitio en que postrase, también de abandonados a su suerte, solicitantes de arraigo  inversores del níquel, o supervivientes.  Los  nuevos llegados a la calle tienen cara de vecino de al lado, de contertulio de café,  de compañero en la fila de espera, son nosotros en el sitio equivocado, ruleta con bola trucada, aldabonazo.
    Llegado este  momento  la caridad se desorienta haciendo balance de la reserva de monedas y se siente impotente ante tanta demanda. Somos un país solidario, no de otra manera puede entenderse que los que no tienen nada no asalten los palacios de invierno de la nueva aristocracia. Como la gran paradoja, las clases pasivas sostienen a las activas sin actividad pero conviene preguntarse  hasta cuándo, aunque si hacemos casos de las soflamas encendidas sobre los nuevos brotes verdes esto está resuelto en un suspiro. No nos engañemos, la cruda realidad resiste obcecada para desgracia de casi todos, escéptica e inerme.  En esos devenires de que hablaba al principio han tomado cuerpo los anónimos para poblar las calles con su desesperada presencia. Vemos sus caras y leemos la mirada. Son involuntarios hombre anuncio de la nueva era que piden ayuda  sorbiendo su  vergüenza a la intemperie, islas entre un tráfico indiferente. Quizá deban resolver asuntos de su hipoteca o pagar la factura pendiente del tendero, puede que no le llegue para pagar la luz o los libros de los chicos – ¿quién sabe?-  En cualquier caso, lo cotidiano poco importa, el hecho es que  todos esos conciudadanos que nos hablan de la gran falacia al oído del corazón no están ahí por gusto  -supongo que agotadas otras vías de ayuda- sino porque no tienen más remedio y eso es malo, muy malo, dado que nos puede pasar a cualquiera. Por un lado, los que no viven lo que pasa; por otro, los que no pueden vivir por lo que pasa.  La dicotomía entre realidad A y realidad B lleva al sueño de la razón y como ya decía Goya, eso produce monstruos.
    Es de Perogrullo decir que no sería necesaria la caridad si hubiera más recursos,-ésos que intuimos  escapando a borbotones por agujeros negros-, para todos. Mientras, en las calles ciudadanas brotan nuevas manos esperando el  triste óbolo de aleación.

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